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unque
el término ‘infantil’ provenga del latín infans, -tis (el incapaz
de hablar), del “territorio de la palabra” no se debe excluir a los alumnos,
por pequeños que sean. Durante largo tiempo se les arrebató la voz para
garantizar la disciplina y por considerarlos interlocutores incapaces.
Y así fue silenciada y proscrita la palabra infantil en las aulas. Sin
necesidad de volver la mirada hacia el pasado, ha de recordarse que hoy
un considerable número de menores en amplias zonas deprimidas del planeta
ni siquiera van a la escuela.
Hay que practicar la libertad y contagiarla. El diálogo debe convertirse
en hábito. La escuela es merecedora de su digno y hermoso nombre si agita
la bandera de la comunicación, el entendimiento, la participación, la
razón, el afecto y la convivencia. Cuando sistemáticamente se sellan labios
ajenos, sean de grandes o chicos, se desnaturaliza el ambiente.
La mejora de la educación, tantas veces propugnada, se torna imposible
si se da la espalda a los escolares. Los beneficios formativos se dejan
sentir en la vertiente escolar y en la humana. Cuando se tienen en cuenta
sus opiniones, preocupaciones, etc., se les puede ayudar para que avancen
por la senda del aprendizaje y de la maduración.
Pese a las ventajas señaladas y a los cada vez más numerosos apoyos pedagógicos
a la participación de los educandos, parece que en nuestros días se debilita
el vínculo entre el profesor y los alumnos. Salvo honrosas excepciones
individuales y colectivas, entre las que destacan algunas loables iniciativas
docentes e institucionales, al igual que movimientos pro derechos de la
infancia, la concienciación en la escuela respecto a las necesidades discentes
sigue siendo limitada, acaso como consecuencia del principal papel que
en algunas aulas se está otorgando a la tecnología en perjuicio de la
relación personal, así como por la inadecuada o insuficiente canalización
del fenómeno multicultural que, en la práctica, se traduce en un significativo
número de alumnos arrumbados, siquiera sea por su desconocimiento del
idioma.
Implicación de los
alumnos
Mas no todo depende de los directivos y de
los profesores. También los escolares, sobre todo los mayores, tienen
que involucrarse en cuanto les concierne. Una vez abiertos canales de
comunicación no pueden infrautilizarse o despreciarse. Admitida la heterogeneidad
discente, he de consignar que algunos alumnos universitarios permanecen
arrinconados cómodamente. Desde el fondo del aula nunca cuestionan ni
se implican en los coloquios, se autoinstalan en el reino del mutismo,
únicamente quebrado por molestos cuchicheos que a menudo nada tienen que
ver con la clase. Si surgen debates nunca intervienen, si hay explicaciones
jamás preguntan. No resulta nada halagüeña este arraigada costumbre de
mostrarse impasibles, apartados y distantes. A bultos se asemejan estos
estudiantes abúlicos y apáticos que renuncian a su voz y que prefieren,
herméticos, pasar inadvertidos. Facilona actitud que puede reflejar temor,
pereza intelectual y pusilanimidad. Callada conducta del “alumno-veleta”,
movido por los vientos que en cada momento soplan, que en nada favorece
el encuentro, el desarrollo personal ni la mejora educativa.
Al perfil de “estudiante-masa” de comportamiento gregario e inercial que
acabamos de esbozar se agrega hoy en nuestras aulas, incluso universitarias,
el de algunos alumnos inclinados al tejemaneje, hipercríticos y recelosos
de cualquier figura de autoridad, que no dudan en interrumpir las clases,
a veces en tono hostil o amenazador, si con ello pueden obtener “ventajas”
académicas, generalmente relacionadas con la reducción de materia, o psicosociales,
por la influencia ganada sobre sus compañeros más acomodaticios. No sorprende
que, en entornos así, hayan aumentado los profesores con fobia a dar clase,
docentes que viven con verdadero tormento su paso por el aula, en los
que queda prendido el desánimo, la soledad, el temblor y el temor.
La participación responsable es incompatible con actitudes discentes como
las descritas. No negamos que ciertas conductas inadecuadas exhibidas
por los alumnos se produzcan por falta de tacto pedagógico institucional
y profesoral. De hecho, hay centros educativos y profesores de estilo
educativo monocorde incapaces de manejar un aislado y mínimo comportamiento
estudiantil adscrito al terreno de la desmotivación o la rebeldía. A este
respecto, sería deseable que cualquier persona con alguna responsabilidad
educativa recibiese suficiente formación psicológica para prevenir y,
en su caso, canalizar convenientemente las reacciones inapropiadas de
los alumnos, que, además, se contagian con facilidad a los compañeros.
Por la estimulante invitación a analizar la realidad escolar multicultural
en un instituto urbano de Francia, que, por cierto, me trae recuerdos
de mi voluntaria labor docente e investigadora en centros educativos públicos
madrileños, merece destacarse el reciente filme La clase, de Laurent
Cantet, un singular observatorio de la vida en las aulas, con toda su
miel y hiel, un documento audiovisual tejido de ilusiones y tensiones,
esperanzas y conflictos, del que se puede extraer enseñanza.
Más allá de la interpolación cinematográfica realizada, cabe afirmar que
a la compostura exigible al educando con arreglo a su edad y circunstancia
se debe sumar el estilo profesoral distinguido por el ofrecimiento, la
empatía y el diálogo. La palabra educativa auténtica es lúcida, cálida,
hermosa, abierta, estimulante y buena. En este horizonte de encuentro
se inserta nuestra propuesta pedagógica en torno al diálogo. Si, por el
contrario, se incrustan actitudes docentes o discentes teñidas de desconfianza,
negación, atonía, hostilidad, etc., resulta muy difícil, cuando no imposible,
abrir campaña humanizadora. Cuando posiciones como las mencionadas
se instalan, la comunicación se ve arrastrada hacia un circuito anómalo
del que es complicado salir y que aleja a las personas de la deseable
convivencia exigida por todo proceso educativo.
No ha de pretenderse en modo alguno que todos los alumnos y profesores
piensen de la misma manera. A veces, por ejemplo, con ocasión de debates
pueden surgir discrepancias que, si son razonadas y razonables, deben
respetarse. El educador no debe imponer sus creencias o ideas al educando,
sino que ha de alentarle para que conquiste grados de libertad y construya
su propio proyecto vital.
Cerramos este epígrafe con el reiterado desiderátum de que los
alumnos sean escuchados. Espero que en las reflexiones y propuestas vertidas
se haya entrevisto el alcance educativo de la participación. Si de verdad
se quiere mejorar la educación y la sociedad los educandos no pueden ser
meros convidados de piedra. En tanto la apuesta diligente por la voz de
los escolares es inmanente al discurso educativo dialógico, su silenciamiento
constituye un anacronismo pedagógico y un craso error. La implicación
discente responsable en la escuela presenta beneficios formativos inmediatos
advertidos en las clases y en el conjunto de las instituciones (patios,
campos deportivos, pasillos, comedores, salas polivalentes...), pero además
preludia mayor compromiso cívico-social.
Claves favorecedoras
del diálogo
Aunque el profesor y el alumno tienen papeles
distintos, deben ser complementarios y presididos por la colaboración.
Con frecuencia al educador incumbe seleccionar contenidos y técnicas,
explicar y orientar de manera que favorezca el despliegue personal del
educando, verdadero centro de la educación. A pesar de la desemejanza
de roles, el alumno no ha de permanecer en una actitud pasiva, sino que
debe involucrarse activamente en su propio proceso perfectivo. Pues bien,
el diálogo educativo ofrece un excelente terreno para cultivar el desarrollo
personal. Por el contrario, un discurso monopolizado por el docente acrecienta
el distanciamiento interpersonal y frena o desvía el despliegue vital
del educando.
Desde una perspectiva práctica, nos inspiramos en el principio de cooperación
del filósofo inglés Grice (1989) en virtud del cual la aportación de un
interlocutor a la conversación tiene que ser la que se requiere en cada
momento, ajustada al fin u orientación que se acepte en el intercambio
lingüístico en el que el hablante está comprometido. La operatividad de
este principio se advierte en cuatro máximas de inspiración kantiana:
Máxima de cantidad. Se refiere a la cantidad de información que
cada interlocutor debe proporcionar. Se trata de aportar la información
necesaria, ni mucha ni poca.
Máxima de calidad. Relativa a la verdad de la contribución de cada
interlocutor. El hablante ha de ser sincero. No debe decir algo que sepa
que es falso ni algo sobre lo que no posea pruebas adecuadas.
Máxima de relación. Referida a la relevancia de la intervención.
Lo correcto es atenerse a la conversación, ser pertinente.
Máxima de modo. Tiene que ver con la manera de decir algo, con
intervenciones caracterizadas por la claridad, la coherencia, el orden
y la brevedad.
Las máximas anteriores, más descriptivas que normativas, pueden mejorar
la interacción conversacional en el salón de clase. El diálogo en el aula
ha de asentarse en una estructura colaborativa entre profesores y alumnos.
El docente no puede exhibir una errónea actitud de omnisciencia que niegue
sistemáticamente la palabra al educando “ignorante”. Sin diálogo con los
alumnos la educación genuina se torna imposible.
El discurso dialógico consistente, planificado o no, permite el desarrollo
de los participantes. En el diálogo se produce intercambio racional y
cordial que enriquece a los interlocutores. Mediante este tipo de comunicación
bidireccional ni los profesores son únicos emisores ni los alumnos meros
receptores.
La educación es comunicación profesor-alumno, vale decir, estímulo, enseñanza,
escucha, afecto, reflexión y comprensión. Cuando se ponen escollos al
diálogo se abre la puerta al imperativo, a la manipulación y a la dominación.
Igualmente nocivo es el “falso diálogo”, a menudo puesto al servicio de
la subyugación de los alumnos, compañeros, etc.
Con objeto de promover el diálogo cabe prestar atención a su estructura,
esto es, a la disposición y orden que lo conforman, v. gr., la alternancia
en la toma de la palabra. De hecho, gracias al establecimiento de turnos,
profesores y alumnos hablan sucesivamente. Es preciso velar para que este
intercambio comunicativo se produzca adecuadamente, pues existe el peligro,
sobre todo en momentos de acaloramiento, de que los interlocutores se
atropellen unos a otros.
Igualmente importante en el diálogo educativo es el proceso, que
informa de su dinamismo. Es posible que a veces ascienda para bajar
después, que en ocasiones zigzaguee o bordee, incluso que se disperse
o detenga por momentos, pero siempre debe enriquecerse en la fluencia.
Aunque la comunicación atraviese diversas fases, ha de distinguirse por
su calidad. Los alumnos, en función de su edad y con el concurso de los
profesores, deben dialogar con seriedad.
Procede dedicar también unas líneas al contenido, referido a la
materia que se trata. Habitualmente está condicionado por la asignatura
que se imparte, lo que no impide que, en ciertos momentos, puedan abordarse
otras cuestiones consideradas relevantes. Sería muy pobre circunscribirse
a los contenidos que se establecen en los programas oficiales, sin abrir
nunca diálogos sobre temas relacionados que proponen los propios escolares.
Modalidades de diálogo
Hay tipos de diálogo más estructurados que
otros. En este sentido, viene bien estudiar qué modalidad es más apropiada
según las circunstancias y los objetivos. En ocasiones es aconsejable
la conversación espontánea o diálogo libre, por ejemplo, en situación
de despacho, incluso en el aula, por ser vía que, si se apoya en actitud
psicológica de comprensión y ayuda, brinda datos relevantes sobre el alumno
tanto a nivel escolar como personal que facilitan la enseñanza y la orientación.
Naturalmente también cabe promover el diálogo sintónico entre los alumnos,
beneficioso desde el punto de vista relacional y académico.
A la conversación libre mencionada cabe agregar modalidades dialógicas
más estructuradas. Es el caso de la entrevista dirigida, procedimiento
encaminado a obtener rápidamente información sobre aspectos concretos
en que se basen ciertas decisiones pedagógicas. En este tipo de comunicación
metódica el profesor/entrevistador hace preguntas concretas al alumno/entrevistado.
Salvo que la urgencia lo exija es preferible optar por un diálogo no directivo,
habitualmente mucho más rico en el plano técnico y humano. Por supuesto,
también cabe realizar una entrevista semiestructurada, a medio
camino entre la directiva y la no directiva, donde se combinan preguntas
cerradas y abiertas, de manera que no haya excesiva rigidez.
Esta semiestructuración discursiva permite enlazar con otra modalidad
dialógica: la discusión o debate. Cirigliano y Villaverde (1971)
nos recuerdan que es de fácil y provechosa aplicación educativa, y que
consiste en un intercambio informal de ideas y contenidos en el que al
profesor generalmente corresponde el papel de conductor dinámico y estimulante.
Para que el debate se desarrolle adecuadamente cabe contemplar, según
los autores citados, varios criterios: elección de un tema que sea cuestionable,
esto es, que admita diversas interpretaciones; realización de un plan
previo; conocimiento del tema con suficiente antelación; fomento de la
participación activa; limitación del número de miembros a 12 ó 13, lo
que a veces hace recomendable dividir el grupo-clase en subgrupos guiados
por subdirectores previamente entrenados, sobre todo cuando no se cuenta
con experiencia suficiente en esta técnica pedagógica.
Los tipos dialógicos descritos admiten variaciones que nos sitúan, por
ejemplo, ante entrevistas colectivas, pequeños grupos de discusión, diálogos
simultáneos, etc. En cualquiera de las modalidades elegidas, el ambiente
ha de estar presidido por la participación, la elasticidad, la cordialidad
y el respeto. Es bueno recordar que el discurso educativo, constitutivamente
dialógico, rebasa con creces el ámbito de la instrucción y alcanza los
vastos y arcanos territorios de la moralidad y la afectividad. Mediante
este discurso dialógico los interlocutores, al tiempo que se abren a la
alteridad, afirman y enriquecen su propio ser.
Referencias
-
CIRIGLIANO, G. F. J. VILLAVERDE, A. (1971): Dinámica de grupos y educación.
Fundamentos
y técnicas, Buenos Aires, Humanitas.
- GRICE, H. P. (1989): Sutudies in the way of words, Cambridge, Harvard
University Press.
- MARTÍNEZ-OTERO, V. (2008): El discurso educativo, Madrid,
CCS.
valenmop@edu.ucm.es
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