En este artículo, que complementa el publicado en el número anterior de Comunidad Escolar, su autor se centra en la responsabilidad comunicativa de los alumnos, brinda claves favorecedoras del diálogo y repasa diversos tipos de diálogo en la escuela, según las circunstancias y objetivos establecidos.

El diálogo educativo (y II)

 

Valentín Martínez-Otero
Profesor-Doctor en Psicología y en Pedagogía. Universidad Complutense

unque el término ‘infantil’ provenga del latín infans, -tis (el incapaz de hablar), del “territorio de la palabra” no se debe excluir a los alumnos, por pequeños que sean. Durante largo tiempo se les arrebató la voz para garantizar la disciplina y por considerarlos interlocutores incapaces. Y así fue silenciada y proscrita la palabra infantil en las aulas. Sin necesidad de volver la mirada hacia el pasado, ha de recordarse que hoy un considerable número de menores en amplias zonas deprimidas del planeta ni siquiera van a la escuela.
Hay que practicar la libertad y contagiarla. El diálogo debe convertirse en hábito. La escuela es merecedora de su digno y hermoso nombre si agita la bandera de la comunicación, el entendimiento, la participación, la razón, el afecto y la convivencia. Cuando sistemáticamente se sellan labios ajenos, sean de grandes o chicos, se desnaturaliza el ambiente.
La mejora de la educación, tantas veces propugnada, se torna imposible si se da la espalda a los escolares. Los beneficios formativos se dejan sentir en la vertiente escolar y en la humana. Cuando se tienen en cuenta sus opiniones, preocupaciones, etc., se les puede ayudar para que avancen por la senda del aprendizaje y de la maduración.
Pese a las ventajas señaladas y a los cada vez más numerosos apoyos pedagógicos a la participación de los educandos, parece que en nuestros días se debilita el vínculo entre el profesor y los alumnos. Salvo honrosas excepciones individuales y colectivas, entre las que destacan algunas loables iniciativas docentes e institucionales, al igual que movimientos pro derechos de la infancia, la concienciación en la escuela respecto a las necesidades discentes sigue siendo limitada, acaso como consecuencia del principal papel que en algunas aulas se está otorgando a la tecnología en perjuicio de la relación personal, así como por la inadecuada o insuficiente canalización del fenómeno multicultural que, en la práctica, se traduce en un significativo número de alumnos arrumbados, siquiera sea por su desconocimiento del idioma.

Implicación de los alumnos

Mas no todo depende de los directivos y de los profesores. También los escolares, sobre todo los mayores, tienen que involucrarse en cuanto les concierne. Una vez abiertos canales de comunicación no pueden infrautilizarse o despreciarse. Admitida la heterogeneidad discente, he de consignar que algunos alumnos universitarios permanecen arrinconados cómodamente. Desde el fondo del aula nunca cuestionan ni se implican en los coloquios, se autoinstalan en el reino del mutismo, únicamente quebrado por molestos cuchicheos que a menudo nada tienen que ver con la clase. Si surgen debates nunca intervienen, si hay explicaciones jamás preguntan. No resulta nada halagüeña este arraigada costumbre de mostrarse impasibles, apartados y distantes. A bultos se asemejan estos estudiantes abúlicos y apáticos que renuncian a su voz y que prefieren, herméticos, pasar inadvertidos. Facilona actitud que puede reflejar temor, pereza intelectual y pusilanimidad. Callada conducta del “alumno-veleta”, movido por los vientos que en cada momento soplan, que en nada favorece el encuentro, el desarrollo personal ni la mejora educativa.
Al perfil de “estudiante-masa” de comportamiento gregario e inercial que acabamos de esbozar se agrega hoy en nuestras aulas, incluso universitarias, el de algunos alumnos inclinados al tejemaneje, hipercríticos y recelosos de cualquier figura de autoridad, que no dudan en interrumpir las clases, a veces en tono hostil o amenazador, si con ello pueden obtener “ventajas” académicas, generalmente relacionadas con la reducción de materia, o psicosociales, por la influencia ganada sobre sus compañeros más acomodaticios. No sorprende que, en entornos así, hayan aumentado los profesores con fobia a dar clase, docentes que viven con verdadero tormento su paso por el aula, en los que queda prendido el desánimo, la soledad, el temblor y el temor.
La participación responsable es incompatible con actitudes discentes como las descritas. No negamos que ciertas conductas inadecuadas exhibidas por los alumnos se produzcan por falta de tacto pedagógico institucional y profesoral. De hecho, hay centros educativos y profesores de estilo educativo monocorde incapaces de manejar un aislado y mínimo comportamiento estudiantil adscrito al terreno de la desmotivación o la rebeldía. A este respecto, sería deseable que cualquier persona con alguna responsabilidad educativa recibiese suficiente formación psicológica para prevenir y, en su caso, canalizar convenientemente las reacciones inapropiadas de los alumnos, que, además, se contagian con facilidad a los compañeros.
Por la estimulante invitación a analizar la realidad escolar multicultural en un instituto urbano de Francia, que, por cierto, me trae recuerdos de mi voluntaria labor docente e investigadora en centros educativos públicos madrileños, merece destacarse el reciente filme La clase, de Laurent Cantet, un singular observatorio de la vida en las aulas, con toda su miel y hiel, un documento audiovisual tejido de ilusiones y tensiones, esperanzas y conflictos, del que se puede extraer enseñanza.
Más allá de la interpolación cinematográfica realizada, cabe afirmar que a la compostura exigible al educando con arreglo a su edad y circunstancia se debe sumar el estilo profesoral distinguido por el ofrecimiento, la empatía y el diálogo. La palabra educativa auténtica es lúcida, cálida, hermosa, abierta, estimulante y buena. En este horizonte de encuentro se inserta nuestra propuesta pedagógica en torno al diálogo. Si, por el contrario, se incrustan actitudes docentes o discentes teñidas de desconfianza, negación, atonía, hostilidad, etc., resulta muy difícil, cuando no imposible, abrir campaña humanizadora. Cuando posiciones como las mencionadas se instalan, la comunicación se ve arrastrada hacia un circuito anómalo del que es complicado salir y que aleja a las personas de la deseable convivencia exigida por todo proceso educativo.
No ha de pretenderse en modo alguno que todos los alumnos y profesores piensen de la misma manera. A veces, por ejemplo, con ocasión de debates pueden surgir discrepancias que, si son razonadas y razonables, deben respetarse. El educador no debe imponer sus creencias o ideas al educando, sino que ha de alentarle para que conquiste grados de libertad y construya su propio proyecto vital.
Cerramos este epígrafe con el reiterado desiderátum de que los alumnos sean escuchados. Espero que en las reflexiones y propuestas vertidas se haya entrevisto el alcance educativo de la participación. Si de verdad se quiere mejorar la educación y la sociedad los educandos no pueden ser meros convidados de piedra. En tanto la apuesta diligente por la voz de los escolares es inmanente al discurso educativo dialógico, su silenciamiento constituye un anacronismo pedagógico y un craso error. La implicación discente responsable en la escuela presenta beneficios formativos inmediatos advertidos en las clases y en el conjunto de las instituciones (patios, campos deportivos, pasillos, comedores, salas polivalentes...), pero además preludia mayor compromiso cívico-social.

Claves favorecedoras del diálogo

Aunque el profesor y el alumno tienen papeles distintos, deben ser complementarios y presididos por la colaboración. Con frecuencia al educador incumbe seleccionar contenidos y técnicas, explicar y orientar de manera que favorezca el despliegue personal del educando, verdadero centro de la educación. A pesar de la desemejanza de roles, el alumno no ha de permanecer en una actitud pasiva, sino que debe involucrarse activamente en su propio proceso perfectivo. Pues bien, el diálogo educativo ofrece un excelente terreno para cultivar el desarrollo personal. Por el contrario, un discurso monopolizado por el docente acrecienta el distanciamiento interpersonal y frena o desvía el despliegue vital del educando.
Desde una perspectiva práctica, nos inspiramos en el principio de cooperación del filósofo inglés Grice (1989) en virtud del cual la aportación de un interlocutor a la conversación tiene que ser la que se requiere en cada momento, ajustada al fin u orientación que se acepte en el intercambio lingüístico en el que el hablante está comprometido. La operatividad de este principio se advierte en cuatro máximas de inspiración kantiana:
Máxima de cantidad. Se refiere a la cantidad de información que cada interlocutor debe proporcionar. Se trata de aportar la información necesaria, ni mucha ni poca.
Máxima de calidad. Relativa a la verdad de la contribución de cada interlocutor. El hablante ha de ser sincero. No debe decir algo que sepa que es falso ni algo sobre lo que no posea pruebas adecuadas.
Máxima de relación. Referida a la relevancia de la intervención. Lo correcto es atenerse a la conversación, ser pertinente.
Máxima de modo. Tiene que ver con la manera de decir algo, con intervenciones caracterizadas por la claridad, la coherencia, el orden y la brevedad.
Las máximas anteriores, más descriptivas que normativas, pueden mejorar la interacción conversacional en el salón de clase. El diálogo en el aula ha de asentarse en una estructura colaborativa entre profesores y alumnos. El docente no puede exhibir una errónea actitud de omnisciencia que niegue sistemáticamente la palabra al educando “ignorante”. Sin diálogo con los alumnos la educación genuina se torna imposible.
El discurso dialógico consistente, planificado o no, permite el desarrollo de los participantes. En el diálogo se produce intercambio racional y cordial que enriquece a los interlocutores. Mediante este tipo de comunicación bidireccional ni los profesores son únicos emisores ni los alumnos meros receptores.
La educación es comunicación profesor-alumno, vale decir, estímulo, enseñanza, escucha, afecto, reflexión y comprensión. Cuando se ponen escollos al diálogo se abre la puerta al imperativo, a la manipulación y a la dominación. Igualmente nocivo es el “falso diálogo”, a menudo puesto al servicio de la subyugación de los alumnos, compañeros, etc.
Con objeto de promover el diálogo cabe prestar atención a su estructura, esto es, a la disposición y orden que lo conforman, v. gr., la alternancia en la toma de la palabra. De hecho, gracias al establecimiento de turnos, profesores y alumnos hablan sucesivamente. Es preciso velar para que este intercambio comunicativo se produzca adecuadamente, pues existe el peligro, sobre todo en momentos de acaloramiento, de que los interlocutores se atropellen unos a otros.
Igualmente importante en el diálogo educativo es el proceso, que informa de su dinamismo. Es posible que a veces ascienda para bajar después, que en ocasiones zigzaguee o bordee, incluso que se disperse o detenga por momentos, pero siempre debe enriquecerse en la fluencia. Aunque la comunicación atraviese diversas fases, ha de distinguirse por su calidad. Los alumnos, en función de su edad y con el concurso de los profesores, deben dialogar con seriedad.
Procede dedicar también unas líneas al contenido, referido a la materia que se trata. Habitualmente está condicionado por la asignatura que se imparte, lo que no impide que, en ciertos momentos, puedan abordarse otras cuestiones consideradas relevantes. Sería muy pobre circunscribirse a los contenidos que se establecen en los programas oficiales, sin abrir nunca diálogos sobre temas relacionados que proponen los propios escolares.

Modalidades de diálogo

Hay tipos de diálogo más estructurados que otros. En este sentido, viene bien estudiar qué modalidad es más apropiada según las circunstancias y los objetivos. En ocasiones es aconsejable la conversación espontánea o diálogo libre, por ejemplo, en situación de despacho, incluso en el aula, por ser vía que, si se apoya en actitud psicológica de comprensión y ayuda, brinda datos relevantes sobre el alumno tanto a nivel escolar como personal que facilitan la enseñanza y la orientación. Naturalmente también cabe promover el diálogo sintónico entre los alumnos, beneficioso desde el punto de vista relacional y académico.
A la conversación libre mencionada cabe agregar modalidades dialógicas más estructuradas. Es el caso de la entrevista dirigida, procedimiento encaminado a obtener rápidamente información sobre aspectos concretos en que se basen ciertas decisiones pedagógicas. En este tipo de comunicación metódica el profesor/entrevistador hace preguntas concretas al alumno/entrevistado. Salvo que la urgencia lo exija es preferible optar por un diálogo no directivo, habitualmente mucho más rico en el plano técnico y humano. Por supuesto, también cabe realizar una entrevista semiestructurada, a medio camino entre la directiva y la no directiva, donde se combinan preguntas cerradas y abiertas, de manera que no haya excesiva rigidez.
Esta semiestructuración discursiva permite enlazar con otra modalidad dialógica: la discusión o debate.  Cirigliano y Villaverde (1971) nos recuerdan que es de fácil y provechosa aplicación educativa, y que consiste en un intercambio informal de ideas y contenidos en el que al profesor generalmente corresponde el papel de conductor dinámico y estimulante. Para que el debate se desarrolle adecuadamente cabe contemplar, según los autores citados, varios criterios: elección de un tema que sea cuestionable, esto es, que admita diversas interpretaciones; realización de un plan previo; conocimiento del tema con suficiente antelación; fomento de la participación activa; limitación del número de miembros a 12 ó 13, lo que a veces hace recomendable dividir el grupo-clase en subgrupos guiados por subdirectores previamente entrenados, sobre todo cuando no se cuenta con experiencia suficiente en esta técnica pedagógica.
Los tipos dialógicos descritos admiten variaciones que nos sitúan, por ejemplo, ante entrevistas colectivas, pequeños grupos de discusión, diálogos simultáneos, etc. En cualquiera de las modalidades elegidas, el ambiente ha de estar presidido por la participación, la elasticidad, la cordialidad y el respeto. Es bueno recordar que el discurso educativo, constitutivamente dialógico, rebasa con creces el ámbito de la instrucción y alcanza los vastos y arcanos territorios de la moralidad y la afectividad. Mediante este discurso dialógico los interlocutores, al tiempo que se abren a la alteridad, afirman y enriquecen su propio ser.

Referencias

- CIRIGLIANO, G. F. J. VILLAVERDE, A. (1971): Dinámica de grupos y educación. Fundamentos y técnicas, Buenos Aires, Humanitas.
- GRICE, H. P. (1989): Sutudies in the way of words, Cambridge, Harvard University Press.
- MARTÍNEZ-OTERO, V. (2008): El discurso educativo, Madr
id, CCS.
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