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diálogo (del gr. dialégomai = ‘yo hablo a través de algo’), en
cuanto forma de comunicación interpersonal verbal y no verbal, es condición
del discurso genuinamente educativo. Salvo algunas excepciones, hasta
bien avanzado el siglo XX la nota dominante en el discurso escolar español
oficial ha sido el monologismo. La única voz autorizada en el aula era
la del maestro/profesor. Resulta, a este respecto, muy ilustrativa la
pintura literaria ofrecida por el egregio escritor asturiano Leopoldo
Alas, Clarín (1852-1901), en el cuento Don Urbano, donde
la palabra autoritaria del maestro silencia a los alumnos.
El rumbo humanista, al menos teórico, de la moderna pedagogía, se ha visto
apoyado por aportaciones provenientes de diversos ámbitos más o menos
cercanos (filosofía, psicología, sociología, antropología, etc.). La creciente
consideración del alumno ha supuesto un avance significativo en el modo
de enfocar la educación, si se compara con el inveterado ninguneo de que
ha sido objeto hasta fechas recientes.
Frente al monopolio discursivo docente de antaño, patentizado, v. gr.,
en explicaciones saturadas de contenidos, con frecuencia deslavazados,
surge en la actualidad un renovado interés por implicar al educando en
el aprendizaje. La negativa estampa del profesor “omnisciente” proviene
sobre todo de la sistemática subestimación del educando, a menudo arrojado
al rincón de los ignorantes e ignorados. Se trata de un aula gris, fría
y artificial en la que, en términos freireanos, el docente tiende a imponer
a los escolares su palabra falsa y dominadora.
El insigne escritor canario Pérez Galdós (1843-1920) en su novela El
doctor Centeno describe a un maestro particularmente severo, don Pedro
Polo, que acostumbraba a “introducir en la mollera de sus alumnos, por
una operación que podríamos llamar inyectocerebral, cantidad de
fórmulas, definiciones, reglas, generalidades y recetas científicas, que
luego se quedaban dentro indigeridas y fosilizadas, embarazando la inteligencia
sin darla un átomo de sustancia ni dejar fluir las ideas propias, bien
así como las piedras que obstruyen el conducto de una fuente. De aquí
viene que generaciones enteras padezcan enfermedad dolorosísima, que no
es otra cosa que el mal de piedra del cerebro.” (50).
Valga el hiperbólico pasaje trascrito para advertir una metodología obsoleta,
insufrible, maquinal y autoritaria. En un entorno así, a los resignados
niños no se les ocurría decir “esta boca es mía”. Con facilidad se vislumbra
que si la abrían era para lanzar una dolorosa exclamación.
Praxis dialógica
Muy distinta, en cambio, es la positiva imagen
ofrecida por un entorno escolar caracterizado por la auténtica praxis
dialógica, que permite descubrir la relación empática, respetuosa y cordial
entre el educador y el educando. En este escenario el docente ya no utiliza
la palabra para mandar, sancionar, reprimir o embutir informaciones, sino
para enseñar, orientar, animar y formar. El alumno aquí, en lugar de ser
silenciado, participa, pregunta, aprende, comenta y conversa.
El diálogo, pues, se presenta como el vehículo discursivo idóneo para
el acrecentamiento personal, siempre que se repare en que el profesor
ha de tener tiempo suficiente para explicar cuanto corresponde a su asignatura.
Aunque hay que reconocer esta función instructiva no se debe soslayar
que el verdadero protagonista de la educación es el alumno ni que labor
educadora integral trasciende la mera enseñanza.
El valor del diálogo
El diálogo es reconocimiento, cooperación y crecimiento conjunto. Es una
exigencia de la verdadera educación. El discurso educativo auténtico acontece
en un marco dialógico razonable, cordial, moral y social. La calidad formativa
depende del proceso comunicativo establecido. Procede recordar que ni
el profesor es único emisor ni el alumno mero receptor. Más allá de los
papeles desempeñados, por cierto condicionados por múltiples factores,
es evidente que los dos están llamados a participar diferenciada, ética
y responsablemente por medio de argumentos, cuestiones, exposiciones,
etc.
En las últimas décadas nuestros salones de clase han experimentado cambios
en el discurso educativo, por ejemplo en lo que se refiere a un cierto
tránsito del monólogo al diálogo. De todos modos, hay que interpretar
estas modificaciones con moderado optimismo, porque no siempre ha habido
una mejoría educativa. Aun cuando el dinamismo comunicativo detectado
es positivo, también se han extendido otros cambios de signo regresivo.
Es el caso de la indisciplina en sus diversas modalidades, la devaluación
de la imagen del profesor, el incremento del fracaso escolar, etc., en
parte atribuibles a la inadecuación legislativa.
La pretensión de que los alumnos hablen sin ningún tipo de restricción
debe descartarse. Esta práctica ha conducido con frecuencia a un “diálogo
de besugos”, cuya nota dominante es la incoherencia, o a un “diálogos
de sordos”, presidido por la falta de atención y de respeto entre interlocutores.
Pues bien, con objeto de que el diálogo se mantenga en los deseables cauces
pedagógicos ofrecemos algunas pautas:
Es preciso que los alumnos conozcan suficientemente el tema sobre el que
se dialoga. En general, el diálogo debe venir precedido de la explicación
correspondiente, aunque también cabe demandar a los escolares un ejercicio
reflexivo sobre alguna cuestión o una ampliación de la materia mediante
la búsqueda documental.
Aun cuando no se descarte en el aula la emergencia espontánea del diálogo,
es recomendable también que se siga con cierta flexibilidad un guión previamente
elaborado.
Se han de establecer y mostrar las normas razonadas y razonables que posibiliten
el diálogo, de manera que se prevenga la discusión desaforada.
Al profesor corresponde en gran medida que el diálogo sea dinámico, instructivo
e ingenioso. Debe moderar las intervenciones y animar a los remisos.
Las diferentes posiciones consistentes exhibidas por los interlocutores,
lejos de representar un problema, han de valorarse por ampliar el espectro
argumentativo.
Al finalizar el diálogo y con la pretensión de enfatizar su carácter formativo
es conveniente extraer algunas conclusiones.
En la medida en que se apliquen las sugerencias prácticas anteriores queda
apuntalado el discurso dialógico y alejado el peligro de que adopte un
carácter aberrante. Hay discusiones escolares tan disparadas y disparatadas
que algunas aulas parecen jaulas de grillos. No hay contención alguna,
la impudicia desfila a sus anchas, el griterío inunda el salón de clase,
el lamentable cuadro colegial se asemeja a ese bochornoso espectáculo
que a veces ofrecen algunos personajes que frecuentan los platós de televisión.
El diálogo socrático
A despecho del tiempo transcurrido, el diálogo
educativo encuentra una referencia paradigmática en Sócrates (470-399
a. C). La dialéctica oral alcanza en Sócrates su
cumbre. Se apoya en la ironía, por la que el mismo Sócrates se presenta
como ignorante, y se encamina a que sus discípulos alumbren la verdad
hasta entonces latente. Es, por tanto, una mayéutica, el arte de la partera,
la profesión de su madre. Su conspicuo discípulo Platón (427-347
a. C.) nos brinda en sus Diálogos filón suficiente
para la reflexión serena y el conocimiento profundo de la conversación
socrática.
Es tiempo para acercarse al prójimo a través de la palabra, para construir
juntos mediante el diálogo. Cuando la jerarquía institucional o los docentes
insisten en monopolizar el discurso, quizá por el afán de mantener ciertos
privilegios, la comunidad se torna quimera y se entorpece el crecimiento
individual y colectivo. La educación reclama encuentro dialógico. Sin
esta proximidad interhumana la formación queda anulada.
En el diálogo educativo, además de la palabra, desempeña un papel fundamental
la comunicación no verbal. Por supuesto, no se puede prescindir del silencio.
Tanto el profesor como el alumno tienen que saber escuchar cuando el otro
habla. Sin silencio es imposible seguir las explicaciones docentes o conocer
el punto de vista del educando. Es, pues, condición de todo diálogo verdadero
respetar al interlocutor, escucharle, empatizar con él. Aunque se incrementan
las interacciones virtuales, el diálogo educativo a menudo se produce
vis à vis en aulas o despachos y exige apertura, sensibilidad,
responsabilidad y comprensión mutuas. Junto a su valor informativo es
menester reconocer los beneficios emocionales, sociales y morales que
aporta tanto al educando como al educador.
Es cierto que algunos escollos a la genuina comunicación bidireccional
se hallan en el autoritarismo o en la falta de compromiso docente, pero
tampoco es raro que pese a la buena disposición profesoral algunos alumnos
desmotivados o indisciplinados dificulten el diálogo. Cuando los alumnos
exhiben sistemáticamente actitudes perturbadoras es totalmente necesaria
la actuación colegiada. Con la adopción de acciones consensuadas por el
claustro no sólo se torna más sencillo avanzar por la senda deseada, sino
que además el profesor queda menos atribulado por sentimientos de soledad
e incomprensión.
Referencias
-ALAS, L. (2000): “Don Urbano”,
en: Richmond, C. (ed.): Cuentos completos. Clarín, Vol. II. Madrid:
Alfaguara.
-MARTÍNEZ-OTERO, V. (2008): El discurso educativo, Madrid, CCS.
-PÉREZ GALDÓS, B. (2006): El doctor Centeno, Madrid, Alianza Editorial.
valenmop@edu.ucm.es
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