En este artículo se reflexiona sobre las relaciones personales en la educación, hoy claramente debilitadas. Se enfatiza la necesidad de que las instituciones educativas transiten del desencuentro a la comunicación intelectual y cordial. Según el autor, la "pedagogía del encuentro debe impulsar la renovación formativa para alcanzar una verdadera escuela de humanidad.

Pedagogía del (des)encuentro

Valentín Martínez-Otero
Profesor universitario y Doctor en Psicología y en Pedagogía

E  parece  que  el  lector  no  me


Relaciones humanas en la educación: encuentros y desencuentros

pondrá muchas objeciones si afirmo que la educación ideal acontece en un marco de relaciones rigurosamente personales. Todas las teorías educativas coinciden con este postulado; sin embargo, no todos los miembros de la comunidad educativa lo ponen en práctica. Con frecuencia se proponen diversas vías modernas de mejora de la calidad de las instituciones educativas, pero pocas veces se apuesta por fortalecer el tejido relacional y comunicativo de las mismas. Se necesita sobre este punto una reflexión pedagógica profunda y, si es preciso, atajar el mal de raíz. Porque, ¿qué formación cultiva el profesor que sistemáticamente ridiculiza o mira por encima del hombro al estudiante? A este respecto, resulta patético contemplar en algunos centros de enseñanza cómo menosprecian determinados profesores a los alumnos. Ni que decir tiene que la situación contraria es igualmente condenable. En no pocas aulas el “alumno-díscolo” ha desplazado al “profesor-déspota”. Es claro que en la educación que propugnamos el profesor no puede estar enfrente ni encima del alumno. El ayuntamiento cordial constituye la relación deseable entre ambos. La desigualdad etaria y formativa no tiene por qué generar incomprensión o conflicto. Cuando esta desemejanza se canaliza bien es fuente de entendimiento e influencia positiva. La atalaya en que se encuentra el profesor debe permitirle guiar al alumno, nunca humillarle.
La convivencia es la genuina y originaria condición de las instituciones educativas. Cuando los centros formativos son fieles a su vocación las relaciones personales se manifiestan intensa y extensamente permitiendo el proceso educativo. Por el contrario, las aberraciones de esta propiedad esencial de acompañamiento y encuentro interhumano perturban o impiden el despliegue personal. Acaso la principal causa del deterioro de la educación actual haya que buscarla precisamente en la mengua de la convivencia escolar.
En este tiempo complejo en que dentro del sistema escolar asistimos a un incremento considerable de tensión y entropía ha de ponerse en marcha un decidido movimiento de renovación en pos del desarrollo personal y social. Aunque este proceso esencialmente humanista tropiece con los “intereses aberrantes creados”, no puede flaquear. Debe asemejarse a esa corriente brava y vivificadora que segura de sí avanza sin pausa, ora derecha, ora zigzagueante, hacia su desembocadura natural.
Un concepto que expresa la relevancia de las relaciones positivas es el de sinergia, término mágico que, en este caso, se refiere al concurso dinámico y concertado de todas las personas que conforman la comunidad. Los logros alcanzados merced a la participación de los distintos miembros son superiores a los que se conseguirían mediante la simple suma de sus acciones. Por tanto, la pretensión de construir una comunidad exclusivamente a partir de la operación aditiva de los esfuerzos individuales será infructuosa. Cuán penoso es comprobar, a este respecto, en algunos centros el predominio del individualismo o de la competitividad feroz.

Convivencia escolar y mudanza educativa

El camino de la transformación educativa supone asumir un genuino estilo educativo presidido por el intercambio, la participación y el diálogo. Evidentemente no se pretende que toda la convivencia se funde en una comunicación íntima. Ahora bien, cualquiera que sea la relación que se establezca hay que tener siempre presente la condición personal del otro. Este elemental principio se malinterpreta y se soslaya con frecuencia. Por ejemplo, hay quienes se instalan en una posición pueril y piensan que sólo hay trato personal si se conoce el nombre del sujeto. En otros casos, de gravedad variable, se despoja al prójimo de su condición de persona para instrumentalizarlo. A nadie se le escapa que el profesor que sabe el nombre y aun los apellidos de sus alumnos avanza hacia la personalización, siempre que ese conocimiento no lo utilice de forma torticera o sea mera fórmula de mercadotecnia, como esas operaciones bancarias a través de cajero automático que van seguidas del correspondiente comprobante con agradecimiento nominal. Es evidente que esa relación del cliente y la máquina es impersonal, por más que el aparato se despida siempre del usuario llamándole inequívocamente por su nombre. El educador puede errar al designar al alumno, puede incluso desconocer su nombre -como ocurre en algunas aulas multitudinarias de niveles de enseñanza superior-, mas nunca debe olvidar que el educando es persona. ¡Cuántos problemas formativos se evitarían si se respetase este elemental fundamento pedagógico!
Hace no mucho pude leer en una carta al director de un periódico nacional una queja sobre profesores universitarios prepotentes que, según el autor de la misiva, se dedicaban a humillar públicamente a los estudiantes. A esta denuncia debo agregar mis propias observaciones en la enseñanza superior. Muchos de estos problemas, cuyo origen hay que buscarlo en la endogamia, muestran con toda crudeza la falta de amor a la profesión. Y es que también en el campo educativo de cualquier nivel hay dos formas de conducirse. Con nítida reminiscencia weberiana cabe distinguir entre los que viven para la educación y los que viven de ella. Evidentemente ambas posiciones son compatibles. De hecho, los profesores que viven para la educación viven también de la educación. Empero, cuando sólo se vive de la profesión es fácil convertirla en mera fuente de ingresos. Nada se podría objetar a esta posición si no fuese por los males que acarrea. Este mercantilismo es indicador de decadencia. Todo vale para conseguir las metas pecuniarias. Me parece que voy a dar la razón a los que afirman que asistimos al fin de las ideologías, porque los trepadores, por más que se disfracen de comprometidos, tienen por única doctrina la de vivir del cuento, muy malo por cierto.
Que casi todos los docentes son decentes es una verdad de todos conocida, pero es bien cierto que hay una minoría significativa entregada a sus negocios, sin más filosofía de la educación que la de medrar. Ello da idea de cómo está la educación en España, tan angosta como la mente de algunos de sus “nuevos influyentes”. Es preciso reobrar valientemente frente a la pedagogía oscura y caciquil. Craso error es suponer que los necios se corregirán a sí mismos. Recuérdese que es mucho lo que está en juego. El porvenir de un pueblo depende por entero de su educación.

Hacia la pedagogía del encuentro

En la actualidad se nota un creciente movimiento de indignación contra los mecanismos de manipulación, pero es preciso multiplicar los esfuerzos para neutralizarlos definitivamente y sustituirlos por valores como la creatividad y el compromiso. Por si sirve de algo, se lanzan estas ideas insertas en la pedagogía del encuentro por considerar que su impulsión sistemática ha de ser objetivo primario del verdadero educador. En toda comunidad educativa, cualquiera que sea el nivel, hay que hacer lo posible por potenciar y fortalecer las relaciones que se establecen entre sus miembros. Al abrigo de la comunicación interpersonal germinan las ideas y enseñanzas que, de otro modo, resultarían infecundas. La escuela que no se compromete en la construcción de una sólida urdimbre relacional pone en peligro el desarrollo de sus miembros. Y es que la comunidad, lejos de anular la identidad personal, la robustece. Si no sucede así es que nos hallamos en una realidad distinta: colectivismo, yuxtaposición de individualidades, etc.
La educación no es única ni principalmente obtención de títulos, es sobre todo proceso por el cual la persona despliega todo su potencial vital y convivencial. La transformación de la educación en mero producto de consumo es una degradación a la que quieren conducirnos los tenderos de la enseñanza. Nada puede objetarse a los genuinos proyectos formativos, sean de naturaleza pública o privada, pero sí al mangoneo practicado por los señoritos y señorones de clavel o rosa prestos a recoger las ganancias derivadas del monopolio ejercido sobre la dispensa de acreditaciones educativas. Este modo mercantilista de entender la educación, aunque a veces es poco visible, es en extremo insidioso. El juego se torna cruel y la convivencia frágil. Por esta razón, cualquier esfuerzo encaminado a romper las cadenas de la pedagogía fraudulenta es laudatorio.
La esperanza de recibir una porción del pastel mal amasado no ha de hacernos caer en complacencia. El “pecado de las instituciones escolares” es imputable, en mayor o menor grado, a sus miembros, incluso a los que se someten de manera indigna. La educación será lo que queramos que sea, no lo que se imponga. Es preferible seguir soñando que convertirse en cómplices de la demolición formativa. La escuela tiene una responsabilidad social que debe exigirse con firmeza.
Hoy la contaminación educativa alcanza niveles superiores a lo que sería deseable y, cómo no, se inhalan impurezas. Los elementos nocivos que circulan por el ambiente de la institución escolar deben neutralizarse, quizá mediante filtros apropiados que aseguren la adecuación de los candidatos a ingresar en la carrera docente y a través de sistemas de ventilación que hagan correr el aire estancado de unos recintos herméticos. Extendida por los adentros de algunas instituciones escolares, la adulteración atmosférica degrada las relaciones humanas, ofusca la mente y congela el corazón, favorece el desencuentro, detiene la ilusión y oscurece la tarea formativa. Ha llegado la hora de la renovación, es tiempo para la pedagogía del encuentro, la que orienta, entusiasma e impulsa la convivencia.