En este artículo, su autor reflexiona sobre el sentido y el alcance de la cultura escolar en el proceso formativo. Tras repasar algunas modalidades culturales muy extendidas en los centros educativos propone la cultura del compromiso por ser, a su juicio, la que más enfatiza el valor de la comunidad y la única que permite el desarrollo personal e institucional en este tiempo de profundas transformaciones.

La cultura escolar

Valentín Martínez-Otero
Doctor en Psicología y en Pedagogía, y Profesor de la Universidad Complutense y del Centro de Enseñanza Superior “Don Bosco”

L concepto de cultura  es  com-

plejo y controvertido. En ocasiones, se ha utilizado para discriminar a los grupos considerados inferiores. Expresiones del tipo “cultura menor” y “civilización primitiva” reflejan la infravaloración que se cierne sobre algunos colectivos. Así como hay que evitar estas calificaciones carentes de rigor científico, es preciso huir también de las aproximaciones superficiales que tienden a equiparar cultura con conocimiento letrado, nivel de estudios, etc. En mi opinión, es posible el acercamiento a la cultura de una comunidad educativa, en tanto que estilo de vida compartido por sus miembros.
El interés por la cultura de la escuela nace de la necesidad de analizar el impacto de las instituciones educativas en el desarrollo de la personalidad. El conocimiento de la influencia que sobre la educación ejerce la cultura de los centros es el punto de partida de su fortalecimiento o modificación.
Defino la cultura escolar como el conjunto de conocimientos, estados anímicos, acciones y nivel de desarrollo alcanzado por una comunidad educativa. La cultura admite grados de “visibilidad” y se proyecta en las rutinas, costumbres, normas, estilo educativo, creencias, actitudes, valores, símbolos, relaciones, discurso y metas. Aun cuando la cultura escolar es lo bastante estable como para ser reconocida es a la vez dinámica. La realidad cultural “permanece”, se difunde y evoluciona, progresiva o regresivamente. Nos situamos, en verdad, en una perspectiva antinómica de la cultura escolar, pero conveniente para contemplar su complejidad e implicaciones.

Inmovilismo y arbitrariedad

Hay, por ejemplo, algunos centros autoseducidos por lo que consideran una cultura escolar esplendorosa y se empecinan en perpetuarla a toda costa, hasta el extremo de incurrir en hermetismo. A este inmovilismo se opone la actitud de las instituciones culturalmente “inmaduras” que se conducen de manera arbitraria, al dictado de la moda pedagógica e incapaces de desarrollar un proyecto educativo sólido y propio. Sea como fuere, y de acuerdo con nuestros planteamientos, al hablar de cultura escolar hay que tener en cuenta lo siguiente:
- Aglutina aspectos complejos de diversa naturaleza (cognitiva, afectiva, ética, estética, social, conductual...). La enmarañada vinculación que estos elementos mantienen entre sí permite descubrir la unidad y pluralidad de la cultura, en cuanto entramado heterogéneo de conocimientos, creencias, sentimientos, actitudes, valores, gustos, relaciones, costumbres, rituales, etc.
-  La interdependencia entre cultura y escuela es tan íntima que entre ambas se produce una fusión. La cultura escolar es educativa en el sentido de que cala en la personalidad. Por otro lado, cada miembro de la comunidad contribuye con su sello a generar esa cultura. Es oportuno hacer estos comentarios porque frecuentemente se describe al sujeto como un mero receptor, sin reparar en que cada persona es también constructora de cultura.
-  Depende estrechamente de las personas que constituyen la comunidad educativa, pero también de la sociedad en que se encuentra. Así pues, la proyección de la cultura escolar excede los límites de la arquitectura institucional. La sociedad influye en la cultura del centro educativo y a la inversa.
-  Es el resultado de significados que se seleccionan, intercambian y propagan. La comunidad educativa enmarca su actuación en un sistema de símbolos “construidos” y en torno a los cuales puede haber mayor o menor identificación por parte de sus miembros.
-  Desde la antropología educativa el concepto de cultura escolar se torna imprescindible para el análisis y la mejora del proceso formativo, porque brinda claves sobre la gramática y la semántica institucional esenciales para la comprensión, la interpretación y la renovación de los centros educativos.
-  Cada comunidad educativa posee su propia cultura escolar. Por más que haya ciertos “universales culturales”, cada institución escolar tiene su idiosincrasia, es decir, su “singularidad cultural”.
-  Penetra por todos los rincones del centro educativo. Ejerce, de hecho, un impacto (patente y latente) en el proceso formativo.

Identidad de centro

La cultura escolar proporciona una identidad a los miembros del centro educativo. Se puede decir, en efecto, que gracias a la cultura cada institución posee un conjunto de rasgos que la diferencian de las demás. Por grandes que sean las semejanzas entre centros, siempre habrá algunas diferencias significativas que permitirán hablar de idiosincrasia escolar. Cualquiera que sea el origen de las particularidades: la ubicación del establecimiento, las enseñanzas que se impartan, el estilo de dirección, las características de los alumnos o de los profesores, etc., lo cierto es que cada centro tiene su propia cultura. Asimismo, aunque en una megainstitución hallemos diversas subculturas también debe haber algún elemento vertebrador que nos remita a la idea de cultura única, por heterogénea que sea; de no ser así, habría que pensar en un proceso de desintegración organizacional y cultural.
A veces se ha interpretado la homogeneidad cultural como una imposición o forma de control. Desde esta perspectiva, en la institución habría una cultura dominante que haría valer su poderío frente a tendencias disgregadoras o en conflicto. Se ha dicho igualmente que la cultura se pone al servicio de la preservación del statu quo. En el marco de esta denuncia, la institución escolar se limitaría a legitimar una cultura elitista y arbitraria reproductora de desigualdades.
Desde mi punto de vista, la cultura escolar se debate permanentemente entre dos tendencias: la estabilidad y el cambio. La superación de esta antinomia pasa necesariamente por integrar ambas inclinaciones respetando sus aspectos positivos. No es conveniente que la institución escolar “rompa” con todo ni que se complazca en esquemas caducos e injustos. La cultura ha de cumplir una función energizante y renovadora de la vida educativa, sin prescindir por ello de sus raíces, lo que supondría de hecho el fin de la escuela.

La cultura del compromiso

Las instituciones educativas de nuestro tiempo deben avanzar hacia una cultura que enfatice el valor de la comunidad. Aunque parezca una utopía, es menester construir centros educativos presididos por la comunicación, la colaboración, el respeto, las relaciones personales, etc., en las que cada miembro sienta que se encuentra en su terreno. La personalización únicamente es posible en comunidad. Quizá por esta razón es vieja la distinción entre ‘comunidad’ y ‘sociedad’. Si el primer término da cuenta de la cordialidad y la confianza el segundo refleja lo distante y ajeno.
En una institución escolar emerge la comunidad cuando sus miembros,  conscientes de la pertenencia a una misma cultura, fortalecen los lazos interpersonales y se comprometen en la construcción de un proyecto formativo. Los vínculos socioculturales impulsan la visión conjunta de la realidad y la coincidencia de sus miembros en acciones relativas a aspectos esenciales del discurrir institucional. El ambiente sociocultural del centro educativo activa los pensamientos, sentimientos y conductas compartidos hasta producirse una afinidad propia de una genuina comunidad. Si la distancia comportamental es mínima se entorpece la libertad de movimientos, como sucede en establecimientos en los que la presión uniformadora es intensa y, a la postre, generadora de tensiones, conflictos y alienaciones. Estos centros impulsores de la “cultura conglomerado” anulan la autonomía de profesores, técnicos, etc., que quedan expuestos a la indefensión, por carecer del “margen de maniobra” necesario para el saludable despliegue personal y profesional. En el otro extremo, nos encontramos con las instituciones de “cultura celular”, caracterizadas por el alejamiento psíquico entre sus miembros. Estos centros se rigen por el individualismo y carecen de un proyecto compartido. De acuerdo a la exposición que nos guía, se requiere un juego de equilibrio entre la tendencia masificadora y la propensión al individualismo. La orientación preventiva de estas anomalías culturales se halla en el fortalecimiento de la comunidad. El mismo concepto de comunidad muestra vigorosamente el engarce entre el sujeto y la colectividad. No cabe pensar en comunidad, sin cercanía interpersonal, aunque no tan invasiva que anule la independencia.

Autonomía del profesorado

La autonomía, por ejemplo en lo que se refiere al profesorado, es totalmente necesaria. Nace de la reflexión y la libertad y se proyecta en las acciones responsables. El docente heterónomo extiende su sombra amarga en todo lo que hace. Permanece encadenado a un director autoritario, a normativas externas, etc., que le privan de su dignidad profesional y personal. La autonomía es tanto un derecho como un requisito educativo. Sin independencia no hay exploración ni creatividad: el desarrollo de la identidad se suspende. Lejos de expresar aislamiento, la autonomía brota del encuentro interhumano y se refleja en el compromiso, esto es, en la adhesión voluntaria, madura y decidida con una obra educativa institucional que requiere el concurso de todos. La formación humana implica autodeterminación. Por eso cada vez más voces reclaman sustituir la cultura del dogmatismo y el autoritarismo, sustentada en prescripciones y sanciones, por la cultura del compromiso, propia de una auténtica comunidad en la que se respeta la autonomía y se cultiva la colaboración.
El despliegue del profesorado pasa por salvaguardar su independencia, lo que equivale a promover su armonía, originalidad y realización. Las instituciones que se mantienen en esta línea a menudo cuentan con docentes que compatibilizan su plan profesional libremente concebido con el proyecto educativo de centro. Este equilibrio constituye un indicador de calidad personal e institucional que se deja sentir en la formación que reciben los alumnos. La educación de todos los niveles se ve muy favorecida cuando el clima sociocultural que se respira en el centro estimula la autonomía. Los contextos culturales adscritos a la fórmula “mando y obedeces” son terreno abonado para la arbitrariedad y la puerilidad. El infantilismo institucional tiene efectos negativos sobre sus miembros: estrechamiento mental, estancamiento, falta de crítica, desilusión, sentimientos de culpa, miedo, docilidad e incapacidad para planificar. La regresión colectiva incapacita al profesor para manejar el propio timón y además tiene consecuencias nocivas en el alumno. El educando es más vulnerable por su edad a este ambiente psíquico anómalo en el que el trato que mantiene con el profesor a menudo reproduce la relación del docente con sus superiores o con el entorno enajenante. Se produce en cualquier caso un fenómeno de contagio del que, en mayor o menor cuantía, participan todos y que genera un sentimiento filial patológico.

Independencia docente

Frente al yugo que la heteronomía profesoral comporta, la independencia docente en una cultura del compromiso se presenta como la única vía posible para alcanzar un horizonte formativo verdadero. En esta cultura la colaboración es voluntaria y la educación una labor profunda que se comparte y enriquece. La virtualidad personalizadora de un contexto comunitario tal está fuera de toda duda y es permanentemente recogida por los principios pedagógicos humanistas actuales, aunque en la práctica no es raro que se les haga caso omiso. La postura que proponemos se atiene a una sencilla combinación de autonomía e implicación. La distancia entre el compromiso defendido y otras modalidades culturales ya comentadas es enorme. Los centros deben calibrar en qué situación se encuentran, de manera que los más alejados del modelo propuesto opten decididamente por el cambio y los más cercanos afiancen su posición. Esta “mirada interior” es absolutamente necesaria y anterior a cualquier plan de reforma. En cierto modo, la visión autóptica constituye el punto de partida de la mudanza cultural. Si bien a veces son muy apropiados los juicios y comentarios de técnicos externos, nos inclinamos sobre todo por un proceso de reflexión y análisis interno. La mudanza cultural sólo podrá brotar desde las entrañas de la institución, lo contrario sería mera apariencia, (auto)engaño. La cultura del compromiso ni ha de improvisarse ni imponerse ni dejarse en manos del azar, so pena de que los resultados sean claramente adversos.
Los cambios socioeducativos tan significativos que se han operado en España en los últimos años, v. gr., tecnificación y multiculturalismo, son razones más que suficientes para que los centros educativos revisen su cultura y su dinámica. La institución escolar tiene que recuperar la confianza en sí misma. Si espera a que otras instancias tomen la iniciativa se convertirá en algo parecido a un aparcamiento de las nuevas generaciones. La renuncia a su función transformadora equivale a defraudar su propia esencia y, por ende, a la sociedad a la que se debe. Esta acción esterilizadora ya es realidad en algunos centros de todo tipo y se halla en las antípodas de la fecundidad inherente al compromiso. La forja de la nueva cultura requiere contemplación y praxis, esfuerzo, vitalidad institucional, esto es, energía, entusiasmo y decisión. Mal puede la institución escolar ser fragua de personas si está en claro retroceso.
La cultura del compromiso se prepara, crece y fortalece al ritmo del tiempo sociohistórico, pero sin sucumbir a la moda. Si los centros permanecen ajenos a los cambios, si se repliegan sobre sí mismos en una suerte de autismo institucional o si se dejan encandilar por artificios se encontrarán en permanente riesgo de naufragio. Una genuina cultura del compromiso es la única capaz de hacer frente a los numerosos peligros que acechan a la educación y de conducir a las instituciones hacia un horizonte despejado.

 

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