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plejo y controvertido. En ocasiones, se ha utilizado
para discriminar a los grupos considerados inferiores. Expresiones del
tipo “cultura menor” y “civilización primitiva” reflejan la infravaloración
que se cierne sobre algunos colectivos. Así como hay que evitar estas
calificaciones carentes de rigor científico, es preciso huir también de
las aproximaciones superficiales que tienden a equiparar cultura con conocimiento
letrado, nivel de estudios, etc. En mi opinión, es posible el acercamiento
a la cultura de una comunidad educativa, en tanto que estilo de vida
compartido por sus miembros.
El interés por la cultura de la escuela nace de la necesidad de
analizar el impacto de las instituciones educativas en el desarrollo de
la personalidad. El conocimiento de la influencia que sobre la educación
ejerce la cultura de los centros es el punto de partida de su fortalecimiento
o modificación.
Defino la cultura escolar como el conjunto de conocimientos, estados
anímicos, acciones y nivel de desarrollo alcanzado por una comunidad educativa.
La cultura admite grados de “visibilidad” y se proyecta en las rutinas,
costumbres, normas, estilo educativo, creencias, actitudes, valores, símbolos,
relaciones, discurso y metas. Aun cuando la cultura escolar es lo bastante
estable como para ser reconocida es a la vez dinámica. La realidad cultural
“permanece”, se difunde y evoluciona, progresiva o regresivamente. Nos
situamos, en verdad, en una perspectiva antinómica de la cultura escolar,
pero conveniente para contemplar su complejidad e implicaciones.
Inmovilismo y arbitrariedad
Hay, por ejemplo, algunos centros autoseducidos por
lo que consideran una cultura escolar esplendorosa y se empecinan en perpetuarla
a toda costa, hasta el extremo de incurrir en hermetismo. A este inmovilismo
se opone la actitud de las instituciones culturalmente “inmaduras” que
se conducen de manera arbitraria, al dictado de la moda pedagógica e incapaces
de desarrollar un proyecto educativo sólido y propio. Sea como fuere,
y de acuerdo con nuestros planteamientos, al hablar de cultura escolar
hay que tener en cuenta lo siguiente:
-
Aglutina aspectos complejos de diversa naturaleza (cognitiva,
afectiva, ética, estética, social, conductual...). La enmarañada vinculación
que estos elementos mantienen entre sí permite descubrir la unidad y pluralidad
de la cultura, en cuanto entramado heterogéneo de conocimientos,
creencias, sentimientos, actitudes, valores, gustos, relaciones, costumbres,
rituales, etc.
- La
interdependencia entre cultura y escuela es tan íntima que entre ambas
se produce una fusión. La cultura escolar es educativa en el sentido de
que cala en la personalidad. Por otro lado, cada miembro de la comunidad
contribuye con su sello a generar esa cultura. Es oportuno hacer estos
comentarios porque frecuentemente se describe al sujeto como un mero receptor,
sin reparar en que cada persona es también constructora de cultura.
- Depende
estrechamente de las personas que constituyen la comunidad educativa,
pero también de la sociedad en que se encuentra. Así pues, la proyección
de la cultura escolar excede los límites de la arquitectura institucional.
La sociedad influye en la cultura del centro educativo y a la inversa.
-
Es el resultado de significados que se seleccionan, intercambian
y propagan. La comunidad educativa enmarca su actuación en un sistema
de símbolos “construidos” y en torno a los cuales puede haber mayor o
menor identificación por parte de sus miembros.
- Desde
la antropología educativa el concepto de cultura escolar se torna imprescindible
para el análisis y la mejora del proceso formativo, porque brinda claves
sobre la gramática y la semántica institucional esenciales para
la comprensión, la interpretación y la renovación de los centros educativos.
- Cada
comunidad educativa posee su propia cultura escolar. Por más que haya
ciertos “universales culturales”, cada institución escolar tiene su idiosincrasia,
es decir, su “singularidad cultural”.
-
Penetra por todos los rincones del centro educativo. Ejerce,
de hecho, un impacto (patente y latente) en el proceso formativo.
Identidad de centro
La cultura escolar proporciona una identidad
a los miembros del centro educativo. Se puede decir, en efecto, que gracias
a la cultura cada institución posee un conjunto de rasgos que la diferencian
de las demás. Por grandes que sean las semejanzas entre centros, siempre
habrá algunas diferencias significativas que permitirán hablar de idiosincrasia
escolar. Cualquiera que sea el origen de las particularidades: la
ubicación del establecimiento, las enseñanzas que se impartan, el estilo
de dirección, las características de los alumnos o de los profesores,
etc., lo cierto es que cada centro tiene su propia cultura. Asimismo,
aunque en una megainstitución hallemos diversas subculturas también debe
haber algún elemento vertebrador que nos remita a la idea de cultura única,
por heterogénea que sea; de no ser así, habría que pensar en un proceso
de desintegración organizacional y cultural.
A veces se ha interpretado la homogeneidad cultural como una imposición
o forma de control. Desde esta perspectiva, en la institución habría
una cultura dominante que haría valer su poderío frente a tendencias disgregadoras
o en conflicto. Se ha dicho igualmente que la cultura se pone al servicio
de la preservación del statu quo. En el marco de esta denuncia,
la institución escolar se limitaría a legitimar una cultura elitista y
arbitraria reproductora de desigualdades.
Desde mi punto de vista, la cultura escolar se debate permanentemente
entre dos tendencias: la estabilidad y el cambio. La superación de esta
antinomia pasa necesariamente por integrar ambas inclinaciones respetando
sus aspectos positivos. No es conveniente que la institución escolar “rompa”
con todo ni que se complazca en esquemas caducos e injustos. La cultura
ha de cumplir una función energizante y renovadora de la vida educativa,
sin prescindir por ello de sus raíces, lo que supondría de hecho el fin
de la escuela.
La cultura del compromiso
Las instituciones educativas de nuestro tiempo deben
avanzar hacia una cultura que enfatice el valor de la comunidad.
Aunque parezca una utopía, es menester construir centros educativos presididos
por la comunicación, la colaboración, el respeto, las relaciones personales,
etc., en las que cada miembro sienta que se encuentra en su terreno. La
personalización únicamente es posible en comunidad. Quizá por esta razón
es vieja la distinción entre ‘comunidad’ y ‘sociedad’. Si el primer término
da cuenta de la cordialidad y la confianza el segundo refleja lo distante
y ajeno.
En una institución escolar emerge la comunidad cuando sus miembros, conscientes
de la pertenencia a una misma cultura, fortalecen los lazos interpersonales
y se comprometen en la construcción de un proyecto formativo. Los vínculos
socioculturales impulsan la visión conjunta de la realidad y la coincidencia
de sus miembros en acciones relativas a aspectos esenciales del discurrir
institucional. El ambiente sociocultural del centro educativo activa los
pensamientos, sentimientos y conductas compartidos hasta producirse una
afinidad propia de una genuina comunidad. Si la distancia comportamental
es mínima se entorpece la libertad de movimientos, como sucede en establecimientos
en los que la presión uniformadora es intensa y, a la postre, generadora
de tensiones, conflictos y alienaciones. Estos centros impulsores de la
“cultura conglomerado” anulan la autonomía de profesores, técnicos, etc.,
que quedan expuestos a la indefensión, por carecer del “margen de maniobra”
necesario para el saludable despliegue personal y profesional. En el otro
extremo, nos encontramos con las instituciones de “cultura celular”, caracterizadas
por el alejamiento psíquico entre sus miembros. Estos centros se rigen
por el individualismo y carecen de un proyecto compartido. De acuerdo
a la exposición que nos guía, se requiere un juego de equilibrio entre
la tendencia masificadora y la propensión al individualismo. La orientación
preventiva de estas anomalías culturales se halla en el fortalecimiento
de la comunidad. El mismo concepto de comunidad muestra vigorosamente
el engarce entre el sujeto y la colectividad. No cabe pensar en comunidad,
sin cercanía interpersonal, aunque no tan invasiva que anule la independencia.
Autonomía del profesorado
La autonomía, por ejemplo en lo que se refiere al profesorado,
es totalmente necesaria. Nace de la reflexión y la libertad y se proyecta
en las acciones responsables. El docente heterónomo extiende su sombra
amarga en todo lo que hace. Permanece encadenado a un director autoritario,
a normativas externas, etc., que le privan de su dignidad profesional
y personal. La autonomía es tanto un derecho como un requisito educativo.
Sin independencia no hay exploración ni creatividad: el desarrollo de
la identidad se suspende. Lejos de expresar aislamiento, la autonomía
brota del encuentro interhumano y se refleja en el compromiso, esto es,
en la adhesión voluntaria, madura y decidida con una obra educativa institucional
que requiere el concurso de todos. La formación humana implica autodeterminación.
Por eso cada vez más voces reclaman sustituir la cultura del dogmatismo
y el autoritarismo, sustentada en prescripciones y sanciones, por la cultura
del compromiso, propia de una auténtica comunidad en la que se respeta
la autonomía y se cultiva la colaboración.
El despliegue del profesorado pasa por salvaguardar su independencia,
lo que equivale a promover su armonía, originalidad y realización. Las
instituciones que se mantienen en esta línea a menudo cuentan con docentes
que compatibilizan su plan profesional libremente concebido con el proyecto
educativo de centro. Este equilibrio constituye un indicador de calidad
personal e institucional que se deja sentir en la formación que reciben
los alumnos. La educación de todos los niveles se ve muy favorecida cuando
el clima sociocultural que se respira en el centro estimula la autonomía.
Los contextos culturales adscritos a la fórmula “mando y obedeces” son
terreno abonado para la arbitrariedad y la puerilidad. El infantilismo
institucional tiene efectos negativos sobre sus miembros: estrechamiento
mental, estancamiento, falta de crítica, desilusión, sentimientos de culpa,
miedo, docilidad e incapacidad para planificar. La regresión colectiva
incapacita al profesor para manejar el propio timón y además tiene consecuencias
nocivas en el alumno. El educando es más vulnerable por su edad a este
ambiente psíquico anómalo en el que el trato que mantiene con el profesor
a menudo reproduce la relación del docente con sus superiores o con el
entorno enajenante. Se produce en cualquier caso un fenómeno de contagio
del que, en mayor o menor cuantía, participan todos y que genera un sentimiento
filial patológico.
Independencia docente
Frente al yugo que la heteronomía profesoral comporta,
la independencia docente en una cultura del compromiso se presenta como
la única vía posible para alcanzar un horizonte formativo verdadero. En
esta cultura la colaboración es voluntaria y la educación una labor profunda
que se comparte y enriquece. La virtualidad personalizadora de un contexto
comunitario tal está fuera de toda duda y es permanentemente recogida
por los principios pedagógicos humanistas actuales, aunque en la práctica
no es raro que se les haga caso omiso. La postura que proponemos se atiene
a una sencilla combinación de autonomía e implicación. La distancia
entre el compromiso defendido y otras modalidades culturales ya
comentadas es enorme. Los centros deben calibrar en qué situación se encuentran,
de manera que los más alejados del modelo propuesto opten decididamente
por el cambio y los más cercanos afiancen su posición. Esta “mirada interior”
es absolutamente necesaria y anterior a cualquier plan de reforma. En
cierto modo, la visión autóptica constituye el punto de partida de la
mudanza cultural. Si bien a veces son muy apropiados los juicios y comentarios
de técnicos externos, nos inclinamos sobre todo por un proceso de reflexión
y análisis interno. La mudanza cultural sólo podrá brotar desde las entrañas
de la institución, lo contrario sería mera apariencia, (auto)engaño. La
cultura del compromiso ni ha de improvisarse ni imponerse ni dejarse
en manos del azar, so pena de que los resultados sean claramente adversos.
Los cambios socioeducativos tan significativos que se han operado en España
en los últimos años, v. gr., tecnificación y multiculturalismo, son razones
más que suficientes para que los centros educativos revisen su cultura
y su dinámica. La institución escolar tiene que recuperar la confianza
en sí misma. Si espera a que otras instancias tomen la iniciativa se convertirá
en algo parecido a un aparcamiento de las nuevas generaciones.
La renuncia a su función transformadora equivale a defraudar su propia
esencia y, por ende, a la sociedad a la que se debe. Esta acción esterilizadora
ya es realidad en algunos centros de todo tipo y se halla en las antípodas
de la fecundidad inherente al compromiso. La forja de la nueva cultura
requiere contemplación y praxis, esfuerzo, vitalidad institucional,
esto es, energía, entusiasmo y decisión. Mal puede la institución escolar
ser fragua de personas si está en claro retroceso.
La cultura del compromiso se prepara, crece y fortalece al ritmo del tiempo
sociohistórico, pero sin sucumbir a la moda. Si los centros permanecen
ajenos a los cambios, si se repliegan sobre sí mismos en una suerte de
autismo institucional o si se dejan encandilar por artificios se
encontrarán en permanente riesgo de naufragio. Una genuina cultura del
compromiso es la única capaz de hacer frente a los numerosos peligros
que acechan a la educación y de conducir a las instituciones hacia un
horizonte despejado.
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